En un pequeño pueblo vivía un joven de 18 años llamado Daniel Garza. Fue criado solo por su madre tras el abandono de su padre cuando era solo un bebé. Su casa era extremadamente pequeña, pero siempre tuvo lo necesario y, lo más importante, el amor incondicional de su madre.
El abandono de su padre dejó una marca profunda en Daniel. Este sentimiento de vacío y la necesidad de controlarlo todo nacieron de su miedo al abandono y su deseo de proteger lo poco que tenía. Su madre se convirtió en el centro de su universo, y él, en un protector casi obsesivo. Todo lo que hacía, lo hacía pensando en ella, en asegurarse de que nunca le faltara nada.
Un día, la tragedia golpeó a Daniel: su madre sufrió un accidente fatal en la carretera. El dolor fue tan profundo que parecía perforarle el alma. Con el corazón destrozado, Daniel se hizo cargo de los preparativos para su funeral. Quería que todo fuera perfecto para honrar la memoria de su madre, la mujer que había sido su todo.
Cuando llegó el momento de verla en el ataúd, sintió que algo estaba terriblemente mal. La mujer que yacía allí no se parecía en nada a la que él había amado tanto. El trabajo de embalsamado y maquillaje había sido tan deficiente que no podía reconocerla. Ante los ojos de Daniel, su madre no parecía estar en paz, y esto lo llenó de rabia. La manera en que despidió a su madre no fue para nada la que él deseaba.
Derivado de eso, soñaba con ella constantemente; la veía perturbada e incapaz de descansar en paz, por la forma en que había sido enterrada. Estos sueños lo atormentaban, haciéndole sentir que los encargados de preparar el cuerpo habían fallado miserablemente, deshonrando su memoria y perturbando su descanso eterno.
Desde ese momento, una obsesión por la muerte comenzó a crecer dentro de él. Sentía que era su misión proporcionar paz a los fallecidos. Daniel creció, nunca se casó ni formó una familia; abandonó todos los sueños que tuvo cuando era niño y se dedicó a estudiar la técnica de embalsamar y maquillar cadáveres. Su única misión en la vida era perfeccionar el arte de preparar a los muertos para su descanso eterno.
Estudió con fervor, viajó a diferentes lugares en busca de los mejores maestros. Aprendió técnicas avanzadas, pero sentía que nada era suficiente. La perfección se le escapaba, y esto lo consumía lentamente.
Una noche tormentosa, Daniel trabajaba incansablemente en un fallecido. La lluvia golpeaba las ventanas con furia, y los relámpagos iluminaban intermitentemente la habitación. Esa noche, sobre la fría plancha de metal, yacía un niño de siete años. Sus ojos cerrados y su pequeño cuerpo inerte hacían que la tarea de Daniel fuera aún más dolorosa. El rostro del niño, pálido y sin vida, le recordaba la fragilidad de la existencia, algo que siempre había intentado olvidar.
Daniel había pasado horas intentando darle al niño un semblante de paz, pero algo no estaba funcionando. Por más que lo intentaba, no lograba que el pequeño rostro reflejara la serenidad que tanto deseaba. La expresión del niño seguía siendo dolorosa, como si su alma no encontrara consuelo.
Una angustia terrible comenzó a invadirlo. Sentía que estaba fallando en su deber. Sus manos temblaban mientras aplicaba el maquillaje en el pequeño rostro. La desesperación se apoderó de él y, sin poder contenerse más, comenzó a llorar. Sus lágrimas caían sobre la plancha metálica mientras apretaba los dientes de impotencia.
En ese momento, la temperatura de la habitación bajó drásticamente. De las sombras emergió una entidad alta, casi tocando el techo. Su piel era de un color negro azabache, como si estuviera hecha de la misma oscuridad. Tenía cuernos retorcidos y afilados que se alzaban desde su frente, y sus ojos eran dos pozos rojos brillantes que parecían arder con una llama interna. Su voz era un susurro que resonaba como el eco de mil voces atrapadas.
—Daniel Garza —dijo la entidad; su voz reverberaba en la habitación—, tu dolor y desesperación me han traído hasta aquí.
Daniel, con los ojos aún llenos de lágrimas, levantó la vista y se encontró con aquella figura imponente. La desesperación en su corazón se mezcló con un miedo paralizante.
—¿Quién eres? —preguntó Daniel con un hilo de voz, intentando contener su temblor.
—Soy aquel que puede ofrecerte lo que tanto anhelas —respondió la entidad, avanzando un paso hacia él—. Puedo concederte ser el mejor en lo que haces.
Daniel sintió una chispa de emoción.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, determinado.
La entidad extendió su mano y un pergamino apareció junto con una pequeña navaja.
—Debes firmar este pacto con tu sangre. Al hacerlo, te concederé las habilidades para ser el mejor tanatopractor que haya existido y jamás existirá. Serás capaz de obrar milagros en los cuerpos inertes. Pero... —La entidad sonrió, dejando ver sus dientes afilados—. Hay un precio que debes pagar.
Sin pensarlo, cegado por su obsesión, Daniel aceptó el trato sin siquiera preguntar cuál sería el costo. Tomó la pequeña navaja, se pinchó el dedo y dejó que la sangre corriera, dejándola caer sobre el papel.
Cuando la última gota de sangre tocó el pergamino, este se incendió en una llama negra y desapareció. La entidad le entregó entonces una caja con herramientas, frascos y maquillajes para embalsamar y preparar a los cuerpos.
—Estos maquillajes solo deben ser usados por los muertos.
Con esas palabras, la entidad se desvaneció en las sombras, dejando a Daniel en la habitación con el cuerpo del niño aún sobre la plancha. Miró al pequeño, tomó un suspiro y comenzó a trabajar con su nuevo maquillaje. No tardó demasiado en terminar el trabajo que le estaba llevando horas, y para su asombro, el rostro del niño adquirió una paz y belleza indescriptibles.
Había conseguido lo que tanto deseaba. Pudo sonreír genuinamente después de tantos años.
La fama de Daniel creció rápidamente. Las personas venían de lejos para que él preparara a sus seres queridos fallecidos. Se decía que sus trabajos eran verdaderas obras de arte, capaces de devolver la paz a los vivos y a los muertos por igual.
Pronto ganó tanto respeto en el pueblo que comenzaron a llamarlo "el señor Garza".
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